La escuela

            En la niñez descubrimos el barrio cuando comenzamos a transitar distintos recorridos: la ida y vuelta de la escuela, el camino a la casa de los amigos o la canchita de fútbol, los almacenes y forrajes donde realizamos “mandados” (previo “papelito” con el listado de compras), la exploración fuera de los límites permitidos por nuestros padres. En nuestro GPS la casa donde vivimos es el centro del mundo seguro y conocido.

            Al iniciar la escolaridad damos un paso enorme hacia el conocimiento del barrio, nuestro pequeño mundo. A diferencia de la época actual donde los niños son llevados y buscados por sus padres, el micro y en algunos casos por servicios de transporte escolar, en los 70 bastaba que nos acompañaran pocas veces a la escuela para que, una vez conocido el camino, comenzáramos a transitarlo solos… podría decirse que allí comenzaba nuestra primer gran aventura.

            Como todo proceso de conocimiento existen etapas. En un primer tiempo, ante la dificultad de recordar tantas denominaciones de calles y gracias a las indicaciones de nuestros padres, combinábamos nombres de calles con sencillos cálculos matemáticos (2 cuadras para acá, 1 para allá), nociones básicas de orientación espacial (arriba, abajo, a la izquierda, a la derecha) y lugares de referencia como almacenes, kioscos y forrajes.

            El camino a la escuela comenzaba a configurarse cuando pisábamos la vereda de nuestra casa. Luego de un breve momento de meditación, nos dirigíamos hacia Washington para doblar “para abajo” en dirección de la tienda Martha. Luego de tres cuadras llegábamos a Newton -la calle de la loma- para doblar a la derecha hasta Garibaldi,  donde doblabamos nuevamente pero hacia la izquierda siguiendo derecho “para abajo”, en la misma dirección que los otros niños con guardapolvo; pasábamos por la Iglesia hasta llegar a la esquina de la plaza y allí se encontraba la escuela: fin de recorrido.

            El camino de regreso de la escuela sería el mismo, pero al revés, ya que en el desvío corríamos el riesgo de internamos en un mundo desconocido.

            La segunda etapa de la aventura y la construcción de nuevos mapas comenzaba al hacer amigos en el aula. Al salir de la escuela caminábamos en grupos acompañando “de pasada” a distintos compañeros que iban en nuestra dirección. En ese momento (y no en la clase) entendíamos la utilidad de los cálculos matemáticos y geométricos en tanto nos permitían ensayar nuevos caminos extendiendo nuestro conocimiento del barrio, construyendo nuevas referencias.

Almacenes y forrajes.

            Los espacios culturales merecen un capítulo especial en la conformación de los mapas de la infancia. Los caminos para realizar “mandados” en un barrio donde un grupo importante de inmigrantes europeos se había radicado hacía ya muchos años, nos brindaban una experiencia enriquecedora imposible de reeditar en el siglo XXI.

            No todos inmigrantes se relacionaban de igual manera con el lenguaje común, dando como resultado un divertido “cocoliche” (mezcla de italiano y español) y un extraño español para nuestros oídos, en la palabra dicha por aquellos que verdaderamente eran españoles.

            Los cuerpos habitados y marcados por distintos lenguajes generalmente eran un muestrario de gestos y reacciones, a nuestros ojos, caricaturescas. Con los años pudimos asociar el lenguaje corporal a los países de origen e incluso algunos lugares dentro de los mismos. Si por un lado teníamos la parsimonia “españolísima” con cuerpos casi sin movimiento, por el otro, nos encontrábamos con el habla rápida de los italianos y sus  cuerpos expresando gestos rápidos y bruscos que nos desorientaban porque desconocíamos si estaban enojados o simplemente eran así. Nuestros amigos – los hijos de inmigrantes – oficiaban de traductores aclarándonos si sus padres hablaban normalmente o estaban enojados por algo.   A través de los años pudimos darnos cuenta que la escuela y su sello igualador tuvo su parte para que esa particular relación del lenguaje con los cuerpos se fuera desvaneciendo en los hijos de inmigrantes.

            Con mayoría de italianos y españoles, menor presencia de sirio-libaneses, ruso-alemanes y otras etnias, en el barrio el apodo no era ofensa sino signo de identidad de quienes habían llegado de otros países o eran hijos directos de inmigrantes: “el tano”, “la gringa”, “el gallego”, “la rusa” o “el turco” eran una muestra del mosaico cultural de Anchorena.

            Ir de compras a “lo de Consiglia” constituía una experiencia cosmopolita. Los lenguajes castellanizados para comunicarse generaban malentendidos, y si por algún motivo el tono de la conversación tomaba temperatura, lo que ya era a veces poco comprensible se diluía en sonidos extraños para quienes ocasionalmente ocupábamos el lugar de testigos

            Otros lugares eran más sombríos… como el forraje que funcionaba en una pequeña casa muy antigua de la calle 3 de febrero al 1800. El negocio era atendido por un hombre de unos 80 años que poseía rasgos particulares: sus pupilas tenían bordes amarillos y generaban cierta extrañeza. Ingresar al forraje era similar a meterse en un claroscuro de Caravaggio, donde primaba la oscuridad en el fondo y desde un pequeño mostrador se recortaba una silueta con ojos luminosos sin emitir palabra alguna. El mecanismo de compra era el siguiente… nos miraba, hacía un gesto con su cabeza, decíamos qué queríamos comprar -por ejemplo girasoles-, nos daba el producto y sólo decía el precio, le pagábamos y nos retirábamos. Nunca supe si el dueño del forraje hablaba castellano o solo había aprendido los números para cobrar por sus productos.

            El mapa de los almacenes y forrajes nos brindaba una experiencia sensorial inédita, tanto que a veces ubicábamos los lugares por los olores típicos, algo que no sucede en la actualidad en tanto todo se vende envasado, sellado, inoloro, desnaturalizado. Algunas sensaciones que seguramente los lectores podrán recordar son el olor al pan caliente cuando el canasto de la panadería Ruggero era descargado en lo de Consiglia, los olores que perfumaban el ambiente cuando una lata de masitas se abría en el almacén de Crocce –la venta era a granel– los rancios aromas del Forraje quizás por la mezcla del sorgo, otros cereales y oleaginosas, que eran utilizados por los vecinos para la alimentación de distintos animales en un barrio, donde muchas personas criaban gallinas en sus patios… olores típicos, distintos, que nos abrían nuevas puertas para el conocimiento.

Fuera de los límites

            La exploración del mundo comenzaba a ampliarse hacia los 9 – 10 años, con aventuras impensadas para los niños de nuestro tiempo. Con distintos grupos de amigos atravesábamos los límites del barrio para dirigirnos a realizar dos actividades muy valoradas para nosotros: (1) la pesca de mojarritas (2) la búsqueda de etiquetas de cigarrillos y vidrios de colores en la quema (basural) que se encontraba en Bermúdez y Rawson.

            Para la pesca de mojarritas teníamos dos “pesqueros” a elección: la pileta con la forma de la Provincia de Buenos Aires en el parque Independencia y el arroyo Napostá (que no estaba entubado) en la calle Liniers al fondo. La pesca de las mojarras no necesitaba de anzuelos ni equipos especiales, se realizaba con hilo de coser y migas de pan. Atábamos la miga de pan en el hilo y lo sumergíamos donde estaban las mojarras, siempre atento a que ellas los muerdan… cuando esto ocurría con un movimiento rápido quitábamos el hilo del agua y con suerte, la mojarrita venía con él. Luego de un breve concurso de quienes habían pescado más mojarras y quienes había obtenido el ejemplar más grande, como buenos “deportistas” devolvíamos los especímenes al arroyo o la pileta.

            La excursión a la quema (basural) era muy interesante en tanto, por los modos de comercialización a granel y la utilización de envases de vidrio, en los 70 no había una gran producción de basura en la ciudad; de hecho el camión de residuos pasaba una sola vez por semana y lo que se llevaba no era gran cosa, debido a la escasa presencia de plásticos: la leche venía en botella o sachet, los pañales desechables eran una novedad por lo que no eran muy utilizados, las masitas se vendían a granel como gran parte de los productos y los negocios no entregaban bolsitas plásticas… se vivía de una forma mas sustentable para nuestra naturaleza.

            Retomando… ir al basural era una búsqueda del tesoro. Franco Lomauro (quien vive actualmente en Milán) coleccionaba etiquetas de cigarrillos (una costumbre de la época) y ¿qué mejor lugar que el basural para buscar las apreciadas etiquetas de cigarrillos importados provenientes de la basura del Puerto, lugar principal de la conexión de la ciudad con el mundo? Allí encontrábamos las etiquetas más extrañas, por ejemplo, de China u otros países que se convertían en verdaderas joyas para su colección. En mi caso el interés radicaba en los vidrios de colores, me provocaba cierto disfrute mirar el mundo a través de los distintos cristales, algo que permanece en el tiempo pero sin la necesidad de utilizar pequeños pedazos de vidrio.

            Existen tantos mapas infantiles como personas, he compartido con Uds algunos de los míos y de mis viejos amigos… espero pueda servirles para reencontrarse con los propios

“Miedo Niño”. Piero de Benedictis.
3 thoughts on “Historias de barrio: Mapas en la infancia”
  1. Excelente muestrario de recuerdos de un niño en nuestro barrio, con remembranzas de tiempos idos y que nos enternece el corazón. Gracias, Horacio.

  2. Hola ,que buena idea tuviste, yo llegué en el año 1963 Remedios Escalada era de tierra y me acuerdo que el señor Chinestra ,pasaba x las casas para hacer socios para levantar la sociedad de fomento del Barrio Anchorena, la tienda Martha y la famosa almacén de Consilla , que abre sus puertas en la calle San Lorenzo, un abrazo grande para todos lo vecinos!!

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